En el clamor de nuestra existencia moderna, un despliegue gentil aguarda en nuestra interioridad, un florecimiento silencioso de amor nutrido por una visión meditativa.
Abrazar una vida meditativa es dar la bienvenida a la ternura de un amor profundo dentro y fuera de nosotros mismos, en los demás, la naturaleza y el mundo.
Como sabemos, el amor no es solo una emoción, en su forma más pura, es un estado de ser. Es una comprensión compasiva. Proviene de una aceptación serena y comparte una dulce consciencia.
Sin embargo, ¿cómo podemos sentir este amor profundo si nuestras facultades mentales están enredadas en las redes de deseos innecesarios y juicios reactivos?
Aquí es donde la meditación ilumina el camino de regreso a un corazón que irradia amor. Siendo una estrella guía que permite que la esencia interior exprese todo su potencial.
En su centro, la meditación se trata de amor. Es el permiso consciente para nutrir nuestro jardín interior.
En quietud, observamos nuestros pensamientos y emociones sin identificarnos con ellos, sin etiquetar ni juzgar.
Esta observación amorosa apoya un profundo sentido de compasión, un reconocimiento de la valía inherente que compartimos.
Estando quietos en la meditación, percibimos el automatismo de la voz interior a menudo crítica, la que frecuentemente ronda las incertidumbres o dudas.
En su lugar, se encuentra una presencia amorosa y gentil que reconoce la naturalidad de las imperfecciones.
Esta aceptación natural proporciona el suelo fértil del cual florece el amor incondicional. Cuando amamos verdaderamente, naturalmente expandimos el amor a los demás.
Una vida meditativa significa empatía, el fundamento de relaciones perdurables y amorosas.
Estando en sintonía con nuestro propio espacio interior, desarrollamos una comprensión más profunda de la experiencia humana común.
Reconocemos las vulnerabilidades que compartimos y la maravillosa naturaleza innata dentro de cada ser.
La meditación nos permite tener una presencia plena, ver las cosas como realmente son, más allá de espejismos y máscaras.
Al realzar el amor a través de una vida meditativa, valoramos responder con compasión, en lugar de reaccionar juzgando.
Esta presencia consciente infunde nuestras interacciones con una energía amable y amorosa.
Una vida meditativa nos inspira a seguir disfrutando de ser gentiles, a actuar con amor, a difundir la compasión a través de nuestra vida diaria.
Nos volvemos más conscientes de nuestras elecciones, más conscientes del impacto que nuestro estado de ánimo, comportamiento y acciones pueden tener en los demás y en el mundo.
A menudo nos sentimos motivados a contribuir a un entorno más amoroso, armonioso y próspero.
En esencia, el amor es la naturaleza misma de la amabilidad. Es una corriente activa, una fuerza gentil que fluye a través de nuestros pensamientos, palabras y preciosos actos.
La meditación nos permite ser mejores conductores de este amor prístino, ser conductos de luz, ayudándonos también en caso de desequilibrios temporales.
La preciosidad de una vida meditativa reside en su gentileza. Es un despliegue sutil y gradual, un florecer silencioso de amor que irradia de nuestra esencia y permea cada aspecto de nuestras vidas.
Se refleja en la sutileza de una sonrisa que compartimos con un extraño, el oído atento que prestamos a un amigo, la apreciación silenciosa que nuestro corazón siente por el esplendor de la naturaleza.
Gracias a la quietud de la meditación, encontramos el romance dentro de la existencia.
Descubrimos la profunda verdad de que el amor no está destinado a ser buscado afuera, sino que es un tesoro que nutrimos dentro.
Es la esencia de lo que somos, el florecimiento placentero que emana de un corazón sereno.
Abrazar una vida meditativa es dar la bienvenida a la vida amorosa que late dentro de todos nosotros y compartir este amor formidable con el mundo.


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